DISCURSO DE INCORPORACIÓN RAMON ORDAZ
DE CÓMO LA
CRÓNICA CONSTRUYE LA HISTORIA: ALTAGRACIA Y LA PROSA FESTIVA DE MÉLIDO ESTABA
ROJAS
Discurso de incorporación de Ramón Ordaz a la Academia de la Historia del Estado Nueva Esparta, el día 1-02-2019.
Ramón Ordaz
¿Cuántas
de nuestras palabras traducen nuestro pensamiento y sentir y cuántas son solo
como la hojarasca resonadora del bosque del idioma?
Miguel Ángel
Asturias
¿Qué somos? ¿Qué sabemos? ¿De qué
disponemos para avanzar en la oscuridad sin tropezar? ¿No estaremos hablando
con la voz de los otros y no con la legitimidad que otorga el camino propio?
Nadie ha dicho que sea fácil pero lo augusto es hacer camino al andar como
aconsejaba el poeta Antonio Machado. Extraer una luz del fárrago de sombras del
pasado es tanto como abrir un resquicio para seguir oteando desde esa atalaya
perdida del tiempo. Estamos conscientes de que nada ni nadie repondrá la
vastedad de documentos que devoraron la desidia y la polilla. Aceptar esa ruina
de herencias de las bibliotecas vacías, desprovistas de los libros esenciales
de quienes dejaron testimonio de acontecimientos trascendentales en esa hoja
doblada, carcomida o perdida que impide ver la continuidad del relato, ese
despoblamiento del espíritu que obnubila la posibilidad de dar cuenta fiel de
los pasos perdidos de nuestra gente, asumir que transitamos por terrenos
baldíos, es, en cierto modo, una toma de conciencia, plantarse en el desierto
de los profetas, aceptar que de ese ayuno y esa penitencia, la marcha de
retorno debe cabalgar sobre el norte y la lucidez de que los caminos, si bien
no son los mismos, pueden reconstruirse, y el menor atisbo puede conducirnos de
nuevo a esas calles de la historia perdida, a esos insólitos lugares que visita
la imaginación y que la buena pluma del cronista, valga la metonimia, tiene la
gracia de devolvérnoslo como trazos nuevos. Sabemos, tal vez sea mejor así, que
buena parte de los pueblos de Margarita carecen de acta fundacional, que
cientos de otros pueblos han nacido a la vera de los caminos reales, a la
sombra de trasiegos productivos y enaltecedores del trabajo, lo que las
anónimas manos del tiempo han sabido compensar otorgándole por gestión de sus
mismos moradores cartas credenciales de una identidad y fundación colectivas
sin que se menoscaben títulos y nombradías de quienes fueron baluartes en su
trayectoria de caserío, aldea, parroquia, cantón, pueblo o ciudad, todos ellos
como tránsito vital de una comunidad en ascenso.
Nunca será vano apelar a todos los
documentos, a los archivos disponibles, rastrear en lo ya conocido la mínima
referencia para levantar un nuevo expediente de conjeturas de manera que el juicio
final quede como franquicia para el lector. Desde sus orígenes Altagracia ha
tenido, más que una historia, una floresta de leyendas arracimadas como
capítulos de una novela sin final. Cuando penetramos en esos juicios de
residencia que se llevaron a cabo a propósito del intendente de gobernador Juan
Xuares de Figueroa durante la primera mitad del siglo XVI, ninguna duda cabe
acerca de las crueldades y bellaquerías de este maniático y perturbado
funcionario al servicio de esa capitulación que otorgó el rey de España a los
Villalobos. Xuares de Figueroa violó, maltrató, humilló y explotó a la
población indígena de la isla. Su radio de acción más notable fue el valle de
Arimacoa, y no son pocas las quejas de los Olleros de esta región, lo que en la
toponimia actual constituye El Cercado, municipio Gómez. El siguiente
testimonio es revelador de un dato:
E después de lo suso dicho quinze dias del dicho mes e del dicho año
antel dicho señor jues e en presencia de mi el dicho escribano parescieron los
dichos Pedro de Alegría e Juan Xuares de Figueroa tenientes que an sido en esta
dicha ysla e dixeron que por que en el hato de las vacas del dicho Pedro de
Alegría ay mejor aparejo e asiento para que el dicho señor licenciado tome la
rresidencia e haga las abdiencias della que por tanto ellos ambos a dos e a
cada vno por si le piden la vara al dicho asiento a tomar la dicha rresidencia
e fa faser las dichas abdiencias que ellos estan prestos de yr al dicho asiento
a rresidir en ellas testigos el padre Francisco de Carvajal e Bartolome Lopes.(Montenegro, 1974, p. 206)
Se infiere que el tal hato de Pedro de Alegría
debía estar cerca de las posesiones de Juan Xuares de Figueroa en el valle de
Arimacoa. La conveniencia de ambos de que se hiciera la “residencia” en el “hato
de las vacas” evidencia complicidad y cercanía en los negocios y tratos con los
indígenas. La virulencia de su proceder y despiadado mandato marcaría esas
tierras como el Sitio de Xuares, hoy tierras de Altagracia, tal como quedó la
huella sangrienta del Tirano Aguirre en Puerto Fermín, hoy El Tirano. Las
marcas de la tradición oral son imperecederas y la isla de Margarita es rica en
esa toponimia que desde tiempos remotos subsiste en la conciencia colectiva. En
el siglo XVII, salta de nuevo a escena el protagonismo del Sitio de Suárez, al
ordenar los gobernadores Mendoza Mate de Luna y Pedro Rojas Manrique en 1654 la
prisión del Tesorero de Margarita, capitán Juan Ibarreta Ladrón de Guevara,
quien después de largo proceso sería llevado a la ruina y expropiado de sus
bienes, entre los cuales se cita un hato de ganado que tenía en “la banda del
norte”, situado en el valle de Arimacoa, tal como lo expone en una
investigación suya el cronista Ángel Félix Gómez, quien luego de citar algunos
testimonios contra Juan Xuares de Figueroa, señala:
Estas fueron las opiniones de
algunos de los testigos sobre el Teniente de Gobernador Suárez de Figueroa,
cuyas tierras del valle de Arimacoa pasaron por donación generosa del
Gobernador de Trinidad Juan de Pacheco a sus ahijadas las Veneciano y sin que
sepamos hasta ahora cómo llegaron las tierras de Suárez de Figueroa a manos de
Juan de Pacheco. (Gómez, 1992, p. 57).
El dato es rico en referencias y
sugerencias como para pesquisar esa parte de novela detectivesca que tiene la
historia de Altagracia. El Gobernador y “poeta” Juan Pacheco de Viloria y
Quiñones anticipa con su donación un capítulo que tendrá franco desarrollo en
el siglo XX en el antiguo Sitio de Suárez, el que adquiría la nueva
denominación de Los Hatos, con seguridad una variante que se fue extendiendo en
el habla popular y que las crónicas especifican como tierras de pastoreo de
ganado vacuno, caprino y ovejuno. El plural da cuenta de los muchos hatos del lugar y el credo de quienes tenían
posesiones en él terminó, como derivación lógica, por llamarlo Los Hatos,
nombre que el fervor mariano al asumir la advocación de la Virgen de Altagracia
como ícono religioso del pueblo, terminaría por imponer el cognomento de
Altagracia, el que se ha negado a asumir buena parte de la población por una
veneración mayor a sus ancestros, Los Hatos, ese horno de leñas vivas que no se
apaga, que rinde culto a su antepasado campesino, pastoril y marinero. Esas
tierras de cría y recría de ganado son las que, en ese tráfago de oscuros documentos,
fueron concedidas a cuatro hermanas, mediante un inexistente acto jurídico, lo
que el leguleyismo ha forjado como “Los Hatos de las Veneciano”. Los pleitos
que incoaron supuestos herederos del Sitio de Suárez, a objeto de darle legitimidad
jurídica, tuvieron lugar durante las primeras décadas del siglo XX, y todavía en la década del 70, avivado por la
terrofagia que estimuló la Zona Franca y el Puerto Libre, se forjaron nuevos
documentos y no quedó sano un apellido jatero
que no estuviera implicado por la codicia de unos demandantes de ese complejo
árbol genealógico que tiene sus prolegómenos a mediados del siglo XVII y abre
sus frondosas ramas en la segunda mitad del siglo XX. El cruce de apellidos,
incluso los que dejaron aventureros de paso, nada mejor para graficarlo como el
baniano, árbol nacional de la India, especie de ficus tropical, que después de
su tronco común se desparrama en raíces aéreas que se multiplican y se afincan
de nuevo en el suelo en una sucesión temporal impredecible. Eso es Altagracia,
un solo árbol, una sola familia, en la que, si hay un pura sangre, es porque
pertenece a las cofradías del vil metal. Textos como el siguiente, de 1970, nos
coloca ante otro de esos capítulos novelescos con los que se ha ido construyendo
la historia de Altagracia:
El bien
ya determinado Sitio de Suárez tiene un valor aproximado de CIENTO VEINTE MILLONES DE BOLÍVARES (Bs.120.000.000). Pido sea citada la ciudadana Juana Ordaz Rojas de
Rodríguez comunera de mí representada, en la sucesión o Comunidad de
Altagracia, mayor de edad, venezolana, de oficios domésticos y domiciliada en
Juangriego, distrito Marcano del estado Nueva Esparta; y así mismo pido en
cuanto a los demás comuneros sean citados por Edicto por la circunstancia de
que mi representada no sabe su domicilio ni residencia y desconoce sus nombres
y apellidos. (Quijada,
1998, p. 287).
Acto írrito e insólito que acontece
en esos pueblos que emergen del tremedal y el polvo y que para aplicarle la
lejía jurídica nunca faltan leguleyos y rábulas. Hay que tener corazón de trapo
para citar a tribunales a todo un pueblo con el absurdo por delante de que no
se tiene conocimiento de los apellidos y residencias de los tales moradores. La
narración de jurisconsultos y picapleitos es larga, controversial,
contradictoria, forjada al calor de jugosos honorarios, en la que algunos
optaron por abandonar los casos. Confieso que en aquellos tensos momentos de
los años 70 nuestra familia llegó a sentirse expropiada de un pequeño bien en
la calle Santa Ana de Altagracia. La cosa no pasó a mayores, aunque muchos
pícaros se salieron con la suya al despojar a Los Hatos de ejidos importantes
cuando lograron vender las tierras que llevan al Mar de Las Arenas, hoy trunca
empresa con el argentado nombre de Bahía de Plata, detrás de cuya industria
pareciera que actuara la malvada sombra de Juan Xuares de Figueroa.
¿Qué ha sido de Altagracia, digamos
Los Hatos para ser fieles a nuestros antepasados, en ese impetuoso tránsito del
siglo veinte a nuestros días? Se recuerda con veneración a un poeta, Gregorio
Eugenio Gómez Rojas, el que inmortalizaría su nombre con sus décimas y una
copla suya alcanzaría la gloria de trascender a la música y darle identidad a
nuestra isla: Margarita es una lágrima/
que un querubín derramó/ y al caer en hondo piélago/ en perla se convirtió.
Su nombre no figura en esos derechos de autor que otros con pasión reclaman.
Altagracia está llena de literatura anónima. Sus glosas y décimas, cuando no se
escriben, se improvisan, y es el viento que baja de la sierra el que las
impulsa y runruneando por el valle de Arimacoa las devuelve al mar. Ese eterno
recomenzar como es todo. Entre olvidos y ecos lejanos el pueblo ha conservado
la lozanía y la madurez que hoy lo distingue en muchas de sus facetas de
comarca pujante, con ella ha crecido también el tronco espiritual de los
antepasados y que en nuestro días tiene nombres que, sin pretenciosos alardes,
han escrito algunas obras como Esther Quijada de González, Víctor González,
Maribel Rodríguez, Francisco Nené Villarroel, Tomás Estaba Rojas y Mélido
Estaba Rojas, entre otros. El último, Mélido Estaba Rojas, es hoy una
referencia imprescindible de la crónica gracitana y margariteña. Su vocación de
escritor es de vieja data, sus crónicas y artículos de prensa están repartidos
en los diarios de la Isla de Margarita y del centro del país. En su atinada y
cuidada prosa en el tratamiento de los más variados acontecimientos en el
pueblo de Los Hatos no falta la ironía, el sarcasmo, el gracejo y la chispa del
ingenio popular, la picardía erótica de mujeres y hombres, el ingenuo proceder
de quienes descubren el mundo por primera vez, el fundador omnisciente de un
pueblo que traza su cultura mestiza desde un lugar mítico y que entre una
leyenda y otra se teje, se construye la historia fabulada de una población que,
a falta de la jerarquía trasuntada de retóricos documentos oficiales, es
también su historia, la historia que define el carácter y porvenir de una
comunidad surgida del decoro y espíritu
del trabajo constante, sobrepuesta a las vicisitudes de quienes poseyeron
temporalmente la bondad de sus suelos, es, insisto en ello, esa parte juglar de
la vida que reconocen contemporáneamente quienes estudian la historia de las
mentalidades y lo que más recientemente acredita la microhistoria. El auge de
la crónica latinoamericana de las últimas décadas ha dado lugar a lo que hoy se
conoce como Nuevos Cronistas de Indias, un movimiento renovado y actualizado de
escritores que ha generado atractivos y estimulantes enfoques sobre el género,
al que el nuevo periodismo confiere una gama amplia de incursiones en nuestra
realidad histórica, tanto del pasado como del presente. De uno de sus
promotores y teóricos, el peruano Julio Villanueva Chang, extraigo la cita siguiente:
El
cronista trabaja con recuerdos ajenos, cuando otros le cuentan los hechos; y
con recuerdos propios si tuvo la suerte de ser testigo. En ambos casos, gran
parte de su trabajo consiste en ordenar y dar sentido a una memoria. (En: Jaramillo,
2012, pp. 592-593).
En esta línea de trabajo incluyo a Mélido
Estaba, quien, a más de periodista profesional, es un consecuente cultor de la
crónica. Su libro La vida es un invento
margariteño (2011) constituye un acopio de crónicas engarzadas por una
narración fresca, fabulada buena parte de ella, pero no menos cierta en cuanto
a la cosmovisión de un pueblo, al psiquismo que lo caracteriza y a la memoria
que constela un universo ancestral, particular, tanto como saga familiar como
la configuración de una historia de los antepasados. Esas festivas y
transgresoras memorias del pueblo de Altagracia, aunque fragmentarias y con el
claro matiz irónico de quien las escribe, son también parte del rompecabezas de
su historia. Oidor y testigo, Mélido para narrar estas memorias de Los Hatos
funde con las suyas otras memorias, otros hechos
que acontecieron en la isla, como queriéndonos decir que en esa fusión está
también la historia de Margarita. A falta de una historia oficial, acabada y
maquillada por los héroes y sus herederos, historia llena de hipérboles, de
actos insólitos, de milagros y hechizos que lindan con lo real maravilloso, las
crónicas que nos regala Mélido Estaba son un suculento plato de las costumbres
y tradiciones de ese pueblo que segregó el tiempo en el Sitio de Suárez. Apunta
Mélido en “Los Hatos, un paraíso donde nada era extraño”, lo siguiente:
Allá, bien lejos, entre los papeles taciturnos de la historia, quedaría
impregnada la sensación del letargo que pasó por el pueblo como una pavesa
indecisa, buscando en el desierto del infinito un oasis para enterrar
despechos y hacer retoñar los
antecedentes de un nuevo destino, disfrazado de vertientes prometedoras en las
que se pudiera confiar hasta la eternidad (2011, p.
6).
Escribir crónicas, advierte Villanueva Chang
citando al novelista mexicano Juan Villoro, es una manera de “improvisar la
eternidad”. Eso parece estar haciendo también nuestro coterráneo cuando clama
por un voto de confianza “hasta la eternidad”. Jorge Luis Borges escribió una Historia de la eternidad con el
propósito de huir de las trampas del tiempo; quien escribe la crónica como
Mélido abriga la esperanza de haber saltado sobre el círculo vicioso de lo
cotidiano, sobre el gastado rumor, enalteciendo lo presente y rememorando lo ausente
pidiendo como aval para su palabra “la eternidad”. Cómo es que Renato Marín,
profeta bíblico, fue en su tiempo el único hombre que sabía leer, cómo es que Jacinto
Gómez, alter ego de Pierre Bougrat, después de su naufragio se asienta en Los
Hatos y con tres esclavas náufragas que huían dejó una descendencia de 97
hijos, cómo es que la nave de quienes llevaban una virgen con destino a
Trinidad encalló en Las Arenas, la desembarcaron para reparar la
embarcación y luego no hubo forma de
retornarla a su destino, tal como ocurrió con el Cristo del Buen Viaje; cómo la
maravillosa odisea de Serbelión “Bolión” Ágreda entre los indios Puinares, cómo
esas historias inocentes de la llegada del hielo y las hallacas al pueblo, cómo
esas migraciones hacia los campos petroleros del Zulia y de la Mesa de Guanipa,
cómo esa descendencia de burros calvos y jorobados que recuerdan al jorobado
maracucho Wenceslao, quien por las noches descargaba su libido con estos
animales por las playas de Las Arenas, cómo esa frescura, esos olores del
contrabando jatero, cómo que el progreso llega con un comisario y un policía,
cómo esa bondad callada del filántropo José Elías Alfonzo, cómo esas cabras productoras
de café con leche, cómo ese Agundino Cuacho,
extraño pescador que amaba y
compartía su alimento con las moscas, que cuando se mostraban indiferentes a la
comida le espetaba “¿y qué carajo le pasa a ustedes que no quieren comer?,
¿será que están enfermas o es que quieren amargar mi vida?, recordándonos la
canción del portorriqueño Pedro Flores, cómo ese Pichito pescador de tortugas
que, subyugado por las sirenas del pueblo, terminó en la demencia, cómo ese
Teobaldo Real, exterminador de pájaros, víctima él también de estos seres alados,
cómo ese mar de leva que acabó con la peste del comején, los duendes y espantos
que mantenían en zozobra a los jateros,
todo un entramado que va de la leyenda a la historia y que adquiere luces
diferentes, enriquecedoras de la tradición de un pueblo en las crónicas de
Estaba Rojas, al punto de transfigurar la realidad, de ofrecer distintas
perspectivas y matices, narraciones que, valga la redundancia, son también la
realidad. Héroes anónimos, seres que arrastró la vida hacia la fábula,
convertidos en personajes por las crónicas de Mélido que, en sus distintas
expresiones, constituyen parte ejemplar de la historia de Altagracia. Etanislao
Cova, Noelio Gayón, Tomás el Ciego, Guarencha la Cartera, Nicolás Marín, Miguel
Marín, Chemeque, Momota, Augusto Macanao, Severo “Burronegro” Ordaz, Natividad
Estaba y Leonarda Rojas, entre muchos otros, resultan protagonistas de un
pueblo que resistió en su soledad y olvido. La Historia con mayúscula, consagrada
por los artificios de la repetición, por quienes se sienten herederos de
potestades que crearon las circunstancias, la historia mayestática de los
macrorrelatos del pasado no dejó memoria ni espacio a la historia con minúscula
de nuestros pueblos. El historiador y teórico de la historia Edward H. Carr en
su clásico ¿Qué es la Historia? señala
lo siguiente: La historia empieza cuando
se transmite la tradición; y la tradición significa el traspaso de los hábitos
y las lecciones del pasado al futuro. Empieza a guardarse memoria del pasado en
beneficio de ulteriores generaciones. (Carr, 2003, p.189). La historia contemporánea
de Altagracia nace bajo la sombra de una Ceiba, junto a la cual se reconstruyó
la iglesia actual, esa que pintó Francisco Narváez en 1930, hogar de ceremonias
religiosas (allá Abajo), en contrapunto con la capilla de “allá Arriba”,
dedicadas, una, a la virgen de Altagracia; otra, a venerar a San Antonio. Alrededor
de lo sacro los pueblos se hermanan, construyen esa importante faceta que en
nuestros días destaca la historia de las mentalidades. Respecto a lo aquí
expuesto, el historiador español Carlos
Barros nos ofrece palabras esclarecedoras:
La actividad humana, desde las palabras y los gestos hasta los grandes
hechos, colectivos y personales, entra en el campo de interés de la historia
amplia de las mentalidades, reformulada como historia subjetiva, por partida
doble: mentalidad en su conjunto. Cada acto humano viene acompañado del entorno
mental que forman sus motivaciones, sus conexiones con otros actos, sus
consecuencias; partiendo de las acciones podemos llegar por tanto a su contexto
psicológico.(http://www.h-debate.com/cbarros/spanish/hmposibilidades.htm).
Sin fechas históricas que
conmemorar, sin héroe a la vista, como el pueblo de Tacarigua de Mamporal, a
resguardo de que en Manatí no ocurra una revuelta por eso, el pueblo de Los Hatos
parece rubricar ese final de cuento de Andrés Eloy Blanco: Mamporal agradecido a su Benefactor. Desde su Reencuentro en 1989,
Altagracia es otra, su historia es otra y sus benefactores son cada uno de los
habitantes con bustos imaginarios en la Ceiba de la plaza. Dejemos que sea
Mélido quien exprese las palabras finales de este discurso:
Cardones y tunas quedaron como inspiración para galerones y polos, y el
miedo que no asusta se exilió mucho más allá del risco azul, dejando huérfano
el encanto de las historias ancestrales. En los espacios desesperados de
aquella tierra donde se inventó la vida, repican –cuando nadie lo sospecha- las
campanas de la iglesia, movidas por alguna comitiva de duendes rezagados que le
dan tirones a la cabuya y salen corriendo (esmandaos) hacia lo que fuera la
sabana, gritando: “tengo dientes, papá; tengo dientes, papá. (Estaba Rojas, p. 158).
Nuestro pueblo nacía todos los días
del mundo. Se levantaba y desayunaba con una poesía expresada en cualquier
motivo para justificar el poquito tiempo de existencia, hasta que tocara
caminar –muertos de risa- rumbo a Bajo Negro por aquel camino entusiasmado de
tristeza y oloroso a brindis de despedida. Para nosotros la vida es un invento
margariteño, mientras que la muerte es una carcajada para celebrar haber nacido
en Altagracia. El burro de Eustacio Camejo fue una de las primeras formas de
tecnología que conocimos, que bajo la conducción certera de su dueño repartía
el contrabando de "Luky
estray", brandy "Capa Negra", viejito Parra y alcolado por las veredas jateras. El progreso empezó a llegar
con las bicicletas, la planta de "Joche" (que trajo el milagro de la
luz eléctrica) y el saboyano "asuncionero". (“Aquellos ciclistas jateros”, Sol de Margarita, 2 de
febrero de 2018)
Fuentes consultadas
Barros, C. “Historia de las mentalidades:
posibilidades actuales”. En:
http://www.h-debate.com/cbarros/spanish/hmposibilidades.htm
Carr, Eward. (2003). ¿Qué es la Historia? Barcelona (España): Ariel Historia.
Estaba, M. (2011). La vida es un invento margariteño. Maracay (Estado Aragua):
Gráfica Multimar, C.A.
Gómez, Á. (1992). Desventura del tesorero de Margarita Capitán Juan de Ibarreta Ladrón de
Guevara. Juan Griego: Fondo Editorial Los ojos de la Lechuza.
Jaramillo, D. Ed. (2012). Antología de crónica latinoamericana actual. Madrid: Santillana
Ediciones Generales, S.L.
Montenegro, L. (1974). Francisco Fajardo y la fundación de Caracas. Caracas: Concejo Municipal
del Distrito Federal.
Quijada, E. (1998). Por el camino de Los Hatos. Porlamar: Gráficas Internacional, 1998.
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